Monday, June 19, 2006

Mientras... la piel seca.


Al despertar se posó sobre sus brazos, levantando así un poco la mitad de su cuerpo. Vio su rostro alegre y pálido en el espejo de la cabecera de la cama, su cabello alborotado y sus hombros desnudos.
Se levantó sin hacer mucho ruido –no quería despertarlo-, era temprano, así que aprovecharía para tomar un baño mientras él descansaba.
Habían sido días largos los anteriores. Tras una nueva crisis de la esposa de Ricardo, éste había decidido dejarla. Lo enloquecían sus celos de niña berrinchuda, sus caras largas y sus interminables llantos. Con el tercer intento de suicidio le fue suficiente.
-Deberías de matarte en verdad-. Fueron las últimas palabras que escucharía la señora de Díaz.
Ricardo no lo dudó, e inmediatamente fue con Montse. Se refugió en sus piernas de diosa ninfómana, en su pecho azuloso, su pubis rosado y lampiño. Y después lloró.
Montse se convirtió en la dulce, en la madre, la virgen; fue ella quien escuchó su confesión, lo absolvió de todos sus pecados, y con la señal de la cruz le abrió las piernas, para convertirse de nuevo en la puta.
Abrió el grifo del agua y pensó en tomar el baño en la tina, pero se dijo que no, qué asco, las tinas de los moteles baratos no eran para relajarse. Echó una toalla en el piso y se metió en el agua caliente.
Llevaban así tres días, viajando y huyendo, dormían y tiraban en moteles de paso, y ella feliz, pues lo hubiera dado todo con tal de salir de ese lugar, dejar atrás todo lo que la había lastimado, y olvidar.
Olvidar a las personas que habían interferido entre ella y Ricardo, quienes la señalaban y juzgaban cuando salía del consultorio acomodándose la falda. Imbéciles sin capacidad de juicio, nunca sabrían que la puta se entregó virgen al doctor.
Y ella sin dar nada a cambio lo había obtenido todo con su paciencia, con su dulzura se ganó el amor de Ricardo, que era lo único que ahora importaba. Habían triunfado, ¿Quién decía que no existían los finales felices?
Sonrió –de hecho, no había dejado de hacerlo- y corrió la cortina para mirarse en el espejo de la puerta, feliz, gozando de su cuerpo.
Empezó a imaginarse en su cocina blanca, preparando el almuerzo, tejiendo botitas azules, comiendo dulces y compartiendo los antojos del embarazo con su marido. Ella sí podría darle un hijo.
Cerró la llave, se secó el cuerpo apresuradamente, envolvió su cabello en una toalla seca y se puso crema, ya más calmada, despacio, con aire de estar cumpliendo con un importante ritual, disfrutando de sus curvas, su piel húmeda y transparente.
Salió, y asombrada por no encontrarlo pensó que habría salido a comprar café y panecillos, así que se vistió.
Esperó sentada frente a la ventana las cinco horas que le quedaban de posesión del cuarto, y salió antes de que viniera alguien a decirle que por favor, pasara a pagar a la caja.

Por:
Sarahi Aguirre Granillo

Saturday, June 10, 2006

Imposible.


Se adoraron en silencio toda la vida, conformándose con besos en la cara y abrazos ligeros; prescindiendo de la pasión que el cuerpo pedía con llanto.
Fueron compañeros incondicionales. Reservaban con esperanza el amor para el día en que alguno se atreviera a expulsarlo, para cuando uno tuviera el valor de tocar los labios del otro, de sentir la piel ajena tan parecida y tan distante.
Él murió joven, como si alguien hubiera querido impedir la consumación de su amor. Años después, ella encontró una nota que él había escondido bajo el colchón: “Te haría mía si no fueses mi hermana”.

Por:
Erika Said

Humberto y Yolanda



La espera era insoportable, cada tic-tac proveniente de la sala era más doloroso que el anterior; la angustia crecía, el miedo poco a poco se apoderaba de Yolanda. Sus manos temblaban al ritmo de su pulso acelerado. A ratos, su cuerpo se mecía de atrás hacia delante para luego ponerse de pie e ir a la puerta principal de la casa, se resistía a mirar hacia fuera. El miedo se mezclaba con los nervios cuando se asomó por el cristal de la puerta. Aún nada, la calle estaba vacía pero eso no era un consuelo para Yolanda porque tarde o temprano la bestia llegaría. Todos los días era lo mismo, aunque su cuerpo era capaz de resistir más, su alma ya no podía.
Dio media vuelta para volver a la cocina y verificar por vigésima vez que la mesa estuviera perfectamente puesta. Una arruga en la servilleta distrajo su atención, impidiéndole notar el ruido del motor del auto de Humberto. Una luz recién encendida hizo a Yolanda salir del trance. De inmediato comprendió que él estaba en la casa; sus ojos se fijaron en la puerta que conectaba a la cocina con la cochera, mientras su corazón se volvía loco de pánico. Sus poros destilaban un sudor frío, la adrenalina tensaba sus músculos mientras ella se esforzaba en dibujar una sonrisa para recibir a su amado esposo.
Ahí estaba Humberto frente a Yolanda, lo único que los separaba era la puerta; ésa que Yolanda rezaba para que no se abriera, ésa que Humberto intentaba abrir con sus manos torpes y pesadas. Luego de un leve forcejeo, Humberto logró entrar a la casa penetrando el ambiente con olor a cantina. Sus adormilados ojos se posaron sobre su esposa, y de su boca salió un berreo que decía: — ¡¿dónde está mi cena?!— Rápidamente Yolanda tomó el plato de la mesa para acercarlo a la estufa donde se encontraba el estofado de res que tanto agradaba a Humberto. Mientras ella servía, él se tambaleaba en cada paso que daba para llegar hasta la mesa, y en su estado de ebriedad, logró jalar una silla y sentarse de frente a la estufa donde se encontraba Yolanda. Humberto cabeceaba de sueño, con sus manos se tallaba los ojos de manera pueril y luego agitaba su cabeza de izquierda a derecha para despertar. Aún borracho logró ver a su esposa, la recorrió de pies a cabeza y dijo:
— Cada vez te veo más gorda y celulítica. Mírate esos brazos, parecen dos bolsas de gelatina. Eres una vaca gorda y fea.
Yolanda callaba, se tragaba sus palabras; cada frase reprimida agrandaba el nudo que sentía en la garganta. Ella sólo se dedicaba a servirle y él seguía insultándola: — eres una vieja inútil — y sacando una fotografía del bolsillo izquierdo de la camisa continuó:
— Por eso ya no cojo contigo ¡mira! (arrojando la fotografía) esta si es una mujer. A ella me la tiro todos los días porque no está horrible como tú.
Yolanda dio un respiro profundo y giró para llevar la cena a su marido. Ella iba con la cabeza baja, y las manos sudorosas le temblaban. Cuando casi llegaba al lado de su esposo ella tropezó con el maletín de éste, derramándole el guisado sobre las piernas y el abdomen.
— ¡Eres una pendeja. Fíjate en lo que haces, idiota! ¡Pinche vieja estúpida!
Gritó él levantándose instantáneamente. Su mirada se encendió, Yolanda retrocedía — perdón mi amor, déjame limpiarte— decía con voz temblorosa mientras trataba de reparar el daño con la servilleta. En lo que ella se inclinó para sacudir los restos de carne pegados al pantalón de Humberto, él la tomó de los cabellos con la mano izquierda. — Perdón mi amor, perdóname, por favor no vayas a golpearme... un puñetazo se estrelló en la boca de ella.
— ¡Cállate pendeja! Gritaba Humberto al tomarla con ambas manos por el delgado cuello. Yolanda sufría, las lágrimas brotaban sin cesar; chorros de sangre tibia y salada salían de encías y labios. Humberto seguía ahorcándola con una furia brutal. Yolanda desfallecía pero logró reunir las pocas fuerzas que le quedaban y aprovechando que estaba sobre la mesa, extendió su mano derecha, tomó el florero, vio una vez más a Humberto y le estrelló la pieza de vidrio en la cabeza. Él se quejó de dolor, maldiciendo a su esposa se sobaba la frente. Ella corrió rumbo a su lado izquierdo para llegar a la cocineta, y en un reflejo tomó el cuchillo que había usado para picar la carne. Estaba harta, su paciencia se había agotado y sólo quería acabar con ese martirio. Humberto enfocó a través de la sangre que cubría a sus ojos y pudo ver a Yolanda con el arma en la mano derecha. Por primera vez el victimario se sentía la víctima.
— Mujer tranquilízate, no vayas a hacer una tontería.
Pero Yolanda estaba encendida, la rabia recorría sus entrañas y después de veinte años sintió valor:
— Eres un cerdo mal agradecido, yo que todos estos años fui una esposa fiel para ti ¿y así me lo pagas? Golpeándome todos los días después de tus borracheras.
Y por fin, el nudo en la garganta se desató acompañado de varias lágrimas.
— Yo que te amé desde el primer momento, que cuidé de ti cuando enfermabas ¿es así como me correspondes? Ya estoy harta de ti, de tus insultos, de tu infidelidad.
Yolanda estaba iracunda, ya no era dueña de sí. Tomó el cuchillo con la diestra y zurda, lo llevó a la altura del estómago de Humberto, tomó aire y lo hundió rápidamente en la carne. Él sólo sintió una sofocación, colocó ambas manos alrededor del mango y calló inconsciente. Sus ojos seguían abiertos, había sangre saliendo por su boca; y entorno al cuchillo se notaba una gran mancha roja y húmeda. Yolanda quedó en shock al ver a su esposo, al amor de su vida, muerto. Giró la cabeza hacia la derecha para ver la hora en el reloj del comedor. Las doce con quince minutos marcaban las manecillas. Volvió la cabeza a la posición original, caminó hacia delante, rodeó el cuerpo de Humberto para llegar al calendario colocado en el refrigerador, y con la diestra arrancó la hoja del día que había acabado. Con horror descubrió que ya era nueve de octubre, fecha en la que ella y Humberto cumplían un año más de “feliz matrimonio”.

Fin
Halley Yuriko Montoya Luna

Cuando no tenga mas delirio ¿me querrás todavía?




¿Me querrás cuando haya sanado? Cuando no me aferre a mi sueños, pensando que no te interesan. No salte en tus labios y dude que las mariposas son estrellitas fugaces.
Cuando olvide describirte a mis niños de colores; la noche que deje de vestirme los ojos para colgarlos en el espejo o usarlos de aretes; ese día caminaré sensata, mortal y común ante los ojos de quien me conoció volando con el alma llena de matices.
¿Me querrás cuando deje de gritar tu nombre? Cuando a nuestros besos corten los relojes y la libertad se compacte solo en tiempo. Sana dejaría de ser si quiero una luna o parte de mi cama; quizá recordaría el dolor.
Cuando muera de vida y no de tiempo, el delirio haya pasado y niegue al silencio mi risa. Cuando sea usual y no una estrella colgada de tus ojos, me querrás todavía?

Por: Alejandra Duran

Tuesday, June 06, 2006

"De lo que no se debe hacer cuando se está solo"



¿Cómo notarlo? Yo sólo quería conciliar mi sueño.

Había una mujer dibujada exactamente en la cortina de la habitación. Era real, ni ella podría negarlo. Me fijé en su reposo, estaba serena y su sonrisa era lo que me observaba. Quedé estupefacto ante mi repentino descubrimiento, así como se ga de sentir un caminante que se encuentra un cadáver en su camino.

Bellísima, sí, la perfecta armonía entre una sombra y un deseo. Lo que más tarde hubiese sido un reflejo bien parecido, ahora se transformaba en la atrapa-sueños que hubiera temido cualquier ave.
Y sin embargo, así, pausado y recíproco ante su vista desmembrada, no tardé en advertir de nuevo a otra mujer acostada justo en el colchón de mi cama; a mí lado, sin mi permiso y con la inocencia de quien duerme al lado como forastera, como un garabato. Era exactamente igual a la otra mujer que nos veía desde su ventana.

¡Ah, maldita cobardía! Yo debí haberla besado justo ante los ojos de la primera citada. Todavía no llegaba la luz a mi lecho para cuando la tercera trilliza fantasma ya hacía cupo en el aquel arrinconado escritorio de la habitación enferma. Igual, idéntica y con la misma neutralidad de las otras dos inquilinas, escribía con elocuencia mientras me daba la espalda incitándome a descubrirla. Ella sabía que yo la observaba. La mujer dormida lo ignoraba por completo, mientras que ésa en la ventana se burlaba de mi fijación a este magno absurdo.

Fastidiado de no reconocer la fantasía, salí del indómito cuarto sin encender la luz, semidesnudo y ocultando la confusión de haber sido asaltado por la belleza triplicada ahí dentro. Sin voltear a ver a la silueta que ya se incorporaba en la cocina, entré directo al baño pensando en un mal efecto que seguro había torcido mi vista. Pues nadie jamás debe presumir de haber visto a Dios en forma femenina varias veces en su propio cuarto.
Pocos escalofríos he sentido como esa vez en que me reencontré a la misma mujer peinándose al espejo a oscuras y en desgana. No le molestó que encendiera la luz, su distracción no rompía ni siquiera su parpadeo. Me estaba siguiendo y a la vez me esperaba. Ella le presumía su cabello al espejo, una brillante melena negra que imprimía la palabra lujuria tras el andar del cepillo además de esa soltura y esa caída que no indicaban otra cosa más que la dirección hacia el mismísimo infierno. Entonces me posé ante el inodoro; yo también, por mi bien, mostré indiferencia y me creí un sonámbulo muy afortunado. Sólo eso y nada más.

Me dediqué a convencerme del seguro efecto de un reloj durante la madrugada. Nada entonces era más obvio que la imprudente deshora para hacerle visita a un hombre que toda la vida se ha enorgullecido de su inmensa cordura.

Con debilidad volví a la habitación llena de fantásticas repeticiones. Acto seguido me sumergí en las cobijas ya violadas. La mujer de la cama (la de todos lados) aún dormía ahí con las manos bajo sus mejillas y esbozando una sonrisa como las que esbozan las mujeres perfectas. Tendría mi edad, unos días mayor que yo tal vez. Las otras dos féminas idénticas a ella, la de la ventana y la del escritorio se habían camuflado en su sitio sólo para mostrarme su misericordia y hacerme creer que nunca estuvieron allí. Pero lo estaban; se ocultaban detrás de los dobleces que hace la cortina al igualmente diáfano viento, delineado por sombras que no tardarían en envolverme también a mí. Ellas (ella) se ocultaban entre las páginas, las princesas, los existencialistas y los poetas de mis libros. Ambas, en todos los lugares, distorsionando lo que es correcto. Esas mujeres me amaban; era la única razón para estar allí en mi cama, en mis libros, en mi ventana; sonriendo y acribillando las dimensiones y además con la forma humana; porque cuando los dioses quieren algo de los humanos, los imitan.

Traicionado por la realidad, admiré a la copia que tenía a mi izquierda. No estaría buscando seducirme con esos ojos ocultos en sus brillantes párpados ni con esa sonrisa que yo mismo habría desmaquillado. ¿Cuánto sabrá amar esa mujer? Desde la presencia de las alucinaciones, su habilidad para estar conmigo nunca se había fracturado. Sabiendo eso, di énfasis a mi expresa sonrisa, todavía sin ver sanidad alguna y ya adivinando que si esas damas estuvieras muertas, hubieran estado vivas.

Yo absorto por el absoluto y sin nadie a quién culpar. Eché la mirada al frente donde la cortina, la ventana y el espacio me espiaban contentos mientras jugaban a ser una circunstancia. Habían dos apariciones más allí, buscando mi seducción a través de mi martirio. Lo supe no por la oscuridad ni por mi tremendo límite para comprender las religiones, sino por el inefable sueño por el que ningún hombre había sido bendecido jamás.

Y al final predije las cenizas de la más nocturna: una frágil mano tocó mi desnudo pecho y se llevó toda la soledad en el minuto de su desconocida vida y entonces retrasó, como lo hace el instante de la muerte, mi tendencia a caer en el pánico y lanzarme al aire como si estuviese descubriendo la aprehensión de su textura. Una mujer tan jovial como la que descansaba sobre mí podía estar en todos lados a la vez; ella está en su derecho de juzgarme loco.

Nadie jamás expresó inconformidad al ser sobrecogido por una íncubo que ha superado al sistema. En las cortinas las dulces imágenes habían reaparecido, dos o tres, veces, no importaba; siempre estaban ahí. Se movían muy lentamente y me robaban la inteligencia cada vez que podían. Cuando me percaté de la trampa, cerré los ojos para entregarme a la oscuridad (¡a su oscuridad!) y abrazando a la chica en mi regazo sabía que pronto caería en un sueño al que seguro no recordaré en un par de días sin esta distorsión de sentirse abandonado en la casa de un hombre que toda su vida ha presumido de su inmensa cordura.




-Dedicado a Samantha Luján Betancourt


Por: Samuel Chavarria

Monday, June 05, 2006

"La Luz"



Todo es más fácil a la luz de la lámpara, los recuerdos se van uno a uno. Así, no hay melancolías, tristezas del pasado ó intentos de suicidio; el futuro deja de existir.
Los demonios del “quizá” desaparecen. Creo en el tacto de tus ojos que aman y extrañan. Ahora, no me atemoriza quedarme solo.
En la luz, no cabe la violencia ni la desesperación, todo es un suspiro antes de un sueño, un sueño en el que no hay una muerte de asientos vacíos y rosas negras.
La vida deja de ser una procesión en un camino imperfecto de notas de tristeza.
Todo es más fácil a la luz de la lámpara, el problema es cuando el foco no puede más y estalla, entonces… huele tanto a soledad.




Por:
Héctor José Olivas Prieto.