Humberto y Yolanda
La espera era insoportable, cada tic-tac proveniente de la sala era más doloroso que el anterior; la angustia crecía, el miedo poco a poco se apoderaba de Yolanda. Sus manos temblaban al ritmo de su pulso acelerado. A ratos, su cuerpo se mecía de atrás hacia delante para luego ponerse de pie e ir a la puerta principal de la casa, se resistía a mirar hacia fuera. El miedo se mezclaba con los nervios cuando se asomó por el cristal de la puerta. Aún nada, la calle estaba vacía pero eso no era un consuelo para Yolanda porque tarde o temprano la bestia llegaría. Todos los días era lo mismo, aunque su cuerpo era capaz de resistir más, su alma ya no podía.
Dio media vuelta para volver a la cocina y verificar por vigésima vez que la mesa estuviera perfectamente puesta. Una arruga en la servilleta distrajo su atención, impidiéndole notar el ruido del motor del auto de Humberto. Una luz recién encendida hizo a Yolanda salir del trance. De inmediato comprendió que él estaba en la casa; sus ojos se fijaron en la puerta que conectaba a la cocina con la cochera, mientras su corazón se volvía loco de pánico. Sus poros destilaban un sudor frío, la adrenalina tensaba sus músculos mientras ella se esforzaba en dibujar una sonrisa para recibir a su amado esposo.
Ahí estaba Humberto frente a Yolanda, lo único que los separaba era la puerta; ésa que Yolanda rezaba para que no se abriera, ésa que Humberto intentaba abrir con sus manos torpes y pesadas. Luego de un leve forcejeo, Humberto logró entrar a la casa penetrando el ambiente con olor a cantina. Sus adormilados ojos se posaron sobre su esposa, y de su boca salió un berreo que decía: — ¡¿dónde está mi cena?!— Rápidamente Yolanda tomó el plato de la mesa para acercarlo a la estufa donde se encontraba el estofado de res que tanto agradaba a Humberto. Mientras ella servía, él se tambaleaba en cada paso que daba para llegar hasta la mesa, y en su estado de ebriedad, logró jalar una silla y sentarse de frente a la estufa donde se encontraba Yolanda. Humberto cabeceaba de sueño, con sus manos se tallaba los ojos de manera pueril y luego agitaba su cabeza de izquierda a derecha para despertar. Aún borracho logró ver a su esposa, la recorrió de pies a cabeza y dijo:
— Cada vez te veo más gorda y celulítica. Mírate esos brazos, parecen dos bolsas de gelatina. Eres una vaca gorda y fea.
Yolanda callaba, se tragaba sus palabras; cada frase reprimida agrandaba el nudo que sentía en la garganta. Ella sólo se dedicaba a servirle y él seguía insultándola: — eres una vieja inútil — y sacando una fotografía del bolsillo izquierdo de la camisa continuó:
— Por eso ya no cojo contigo ¡mira! (arrojando la fotografía) esta si es una mujer. A ella me la tiro todos los días porque no está horrible como tú.
Yolanda dio un respiro profundo y giró para llevar la cena a su marido. Ella iba con la cabeza baja, y las manos sudorosas le temblaban. Cuando casi llegaba al lado de su esposo ella tropezó con el maletín de éste, derramándole el guisado sobre las piernas y el abdomen.
— ¡Eres una pendeja. Fíjate en lo que haces, idiota! ¡Pinche vieja estúpida!
Gritó él levantándose instantáneamente. Su mirada se encendió, Yolanda retrocedía — perdón mi amor, déjame limpiarte— decía con voz temblorosa mientras trataba de reparar el daño con la servilleta. En lo que ella se inclinó para sacudir los restos de carne pegados al pantalón de Humberto, él la tomó de los cabellos con la mano izquierda. — Perdón mi amor, perdóname, por favor no vayas a golpearme... un puñetazo se estrelló en la boca de ella.
— ¡Cállate pendeja! Gritaba Humberto al tomarla con ambas manos por el delgado cuello. Yolanda sufría, las lágrimas brotaban sin cesar; chorros de sangre tibia y salada salían de encías y labios. Humberto seguía ahorcándola con una furia brutal. Yolanda desfallecía pero logró reunir las pocas fuerzas que le quedaban y aprovechando que estaba sobre la mesa, extendió su mano derecha, tomó el florero, vio una vez más a Humberto y le estrelló la pieza de vidrio en la cabeza. Él se quejó de dolor, maldiciendo a su esposa se sobaba la frente. Ella corrió rumbo a su lado izquierdo para llegar a la cocineta, y en un reflejo tomó el cuchillo que había usado para picar la carne. Estaba harta, su paciencia se había agotado y sólo quería acabar con ese martirio. Humberto enfocó a través de la sangre que cubría a sus ojos y pudo ver a Yolanda con el arma en la mano derecha. Por primera vez el victimario se sentía la víctima.
— Mujer tranquilízate, no vayas a hacer una tontería.
Pero Yolanda estaba encendida, la rabia recorría sus entrañas y después de veinte años sintió valor:
— Eres un cerdo mal agradecido, yo que todos estos años fui una esposa fiel para ti ¿y así me lo pagas? Golpeándome todos los días después de tus borracheras.
Y por fin, el nudo en la garganta se desató acompañado de varias lágrimas.
— Yo que te amé desde el primer momento, que cuidé de ti cuando enfermabas ¿es así como me correspondes? Ya estoy harta de ti, de tus insultos, de tu infidelidad.
Yolanda estaba iracunda, ya no era dueña de sí. Tomó el cuchillo con la diestra y zurda, lo llevó a la altura del estómago de Humberto, tomó aire y lo hundió rápidamente en la carne. Él sólo sintió una sofocación, colocó ambas manos alrededor del mango y calló inconsciente. Sus ojos seguían abiertos, había sangre saliendo por su boca; y entorno al cuchillo se notaba una gran mancha roja y húmeda. Yolanda quedó en shock al ver a su esposo, al amor de su vida, muerto. Giró la cabeza hacia la derecha para ver la hora en el reloj del comedor. Las doce con quince minutos marcaban las manecillas. Volvió la cabeza a la posición original, caminó hacia delante, rodeó el cuerpo de Humberto para llegar al calendario colocado en el refrigerador, y con la diestra arrancó la hoja del día que había acabado. Con horror descubrió que ya era nueve de octubre, fecha en la que ella y Humberto cumplían un año más de “feliz matrimonio”.
Fin
Halley Yuriko Montoya Luna
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Best regards from NY! » » »
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