¿Cómo notarlo? Yo sólo quería conciliar mi sueño.
Había una mujer dibujada exactamente en la cortina de la habitación. Era real, ni ella podría negarlo. Me fijé en su reposo, estaba serena y su sonrisa era lo que me observaba. Quedé estupefacto ante mi repentino descubrimiento, así como se ga de sentir un caminante que se encuentra un cadáver en su camino.
Bellísima, sí, la perfecta armonía entre una sombra y un deseo. Lo que más tarde hubiese sido un reflejo bien parecido, ahora se transformaba en la atrapa-sueños que hubiera temido cualquier ave.
Y sin embargo, así, pausado y recíproco ante su vista desmembrada, no tardé en advertir de nuevo a otra mujer acostada justo en el colchón de mi cama; a mí lado, sin mi permiso y con la inocencia de quien duerme al lado como forastera, como un garabato. Era exactamente igual a la otra mujer que nos veía desde su ventana.
¡Ah, maldita cobardía! Yo debí haberla besado justo ante los ojos de la primera citada. Todavía no llegaba la luz a mi lecho para cuando la tercera trilliza fantasma ya hacía cupo en el aquel arrinconado escritorio de la habitación enferma. Igual, idéntica y con la misma neutralidad de las otras dos inquilinas, escribía con elocuencia mientras me daba la espalda incitándome a descubrirla. Ella sabía que yo la observaba. La mujer dormida lo ignoraba por completo, mientras que ésa en la ventana se burlaba de mi fijación a este magno absurdo.
Fastidiado de no reconocer la fantasía, salí del indómito cuarto sin encender la luz, semidesnudo y ocultando la confusión de haber sido asaltado por la belleza triplicada ahí dentro. Sin voltear a ver a la silueta que ya se incorporaba en la cocina, entré directo al baño pensando en un mal efecto que seguro había torcido mi vista. Pues nadie jamás debe presumir de haber visto a Dios en forma femenina varias veces en su propio cuarto.
Pocos escalofríos he sentido como esa vez en que me reencontré a la misma mujer peinándose al espejo a oscuras y en desgana. No le molestó que encendiera la luz, su distracción no rompía ni siquiera su parpadeo. Me estaba siguiendo y a la vez me esperaba. Ella le presumía su cabello al espejo, una brillante melena negra que imprimía la palabra lujuria tras el andar del cepillo además de esa soltura y esa caída que no indicaban otra cosa más que la dirección hacia el mismísimo infierno. Entonces me posé ante el inodoro; yo también, por mi bien, mostré indiferencia y me creí un sonámbulo muy afortunado. Sólo eso y nada más.
Me dediqué a convencerme del seguro efecto de un reloj durante la madrugada. Nada entonces era más obvio que la imprudente deshora para hacerle visita a un hombre que toda la vida se ha enorgullecido de su inmensa cordura.
Con debilidad volví a la habitación llena de fantásticas repeticiones. Acto seguido me sumergí en las cobijas ya violadas. La mujer de la cama (la de todos lados) aún dormía ahí con las manos bajo sus mejillas y esbozando una sonrisa como las que esbozan las mujeres perfectas. Tendría mi edad, unos días mayor que yo tal vez. Las otras dos féminas idénticas a ella, la de la ventana y la del escritorio se habían camuflado en su sitio sólo para mostrarme su misericordia y hacerme creer que nunca estuvieron allí. Pero lo estaban; se ocultaban detrás de los dobleces que hace la cortina al igualmente diáfano viento, delineado por sombras que no tardarían en envolverme también a mí. Ellas (ella) se ocultaban entre las páginas, las princesas, los existencialistas y los poetas de mis libros. Ambas, en todos los lugares, distorsionando lo que es correcto. Esas mujeres me amaban; era la única razón para estar allí en mi cama, en mis libros, en mi ventana; sonriendo y acribillando las dimensiones y además con la forma humana; porque cuando los dioses quieren algo de los humanos, los imitan.
Traicionado por la realidad, admiré a la copia que tenía a mi izquierda. No estaría buscando seducirme con esos ojos ocultos en sus brillantes párpados ni con esa sonrisa que yo mismo habría desmaquillado. ¿Cuánto sabrá amar esa mujer? Desde la presencia de las alucinaciones, su habilidad para estar conmigo nunca se había fracturado. Sabiendo eso, di énfasis a mi expresa sonrisa, todavía sin ver sanidad alguna y ya adivinando que si esas damas estuvieras muertas, hubieran estado vivas.
Yo absorto por el absoluto y sin nadie a quién culpar. Eché la mirada al frente donde la cortina, la ventana y el espacio me espiaban contentos mientras jugaban a ser una circunstancia. Habían dos apariciones más allí, buscando mi seducción a través de mi martirio. Lo supe no por la oscuridad ni por mi tremendo límite para comprender las religiones, sino por el inefable sueño por el que ningún hombre había sido bendecido jamás.
Y al final predije las cenizas de la más nocturna: una frágil mano tocó mi desnudo pecho y se llevó toda la soledad en el minuto de su desconocida vida y entonces retrasó, como lo hace el instante de la muerte, mi tendencia a caer en el pánico y lanzarme al aire como si estuviese descubriendo la aprehensión de su textura. Una mujer tan jovial como la que descansaba sobre mí podía estar en todos lados a la vez; ella está en su derecho de juzgarme loco.
Nadie jamás expresó inconformidad al ser sobrecogido por una íncubo que ha superado al sistema. En las cortinas las dulces imágenes habían reaparecido, dos o tres, veces, no importaba; siempre estaban ahí. Se movían muy lentamente y me robaban la inteligencia cada vez que podían. Cuando me percaté de la trampa, cerré los ojos para entregarme a la oscuridad (¡a su oscuridad!) y abrazando a la chica en mi regazo sabía que pronto caería en un sueño al que seguro no recordaré en un par de días sin esta distorsión de sentirse abandonado en la casa de un hombre que toda su vida ha presumido de su inmensa cordura.
-Dedicado a Samantha Luján Betancourt
Por: Samuel Chavarria